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lunes, 20 de febrero de 2012

Primeros pasos, una cuestión de confianza.




Inciarse en un modo de vida no suele ser fácil, máxime cuando ese modo de vida conlleva una adaptación psicológica y a menudo una restructuración de los propios principios e ideas preconcebidas. Esto es, no es fácil ponerse a cuatro patas a que te calienten el culo, por mucho que lo estés deseando, por mucho que sueñes con ello. Al menos, no es fácil cuando no estás de ello. ¿Por qué no iba a ser fácil hacer algo que deseas hacer? ¿Acaso es difícil comer cuando tienes hambre o dormir cuando estás cansado?

Pero evidentemente ni comer ni dormir conllevan una adaptación psicológica. Recuerdo cuando perdí la virginidad. Cuando perdí la virginidad lo hice con una chica a la que no es que conociera una barbaridad, aunque hoy es una de las personas a las que más quiero, una grandísima amiga. No sé si las mujeres que leen este blog podrán entenderlo (porque soy muy consciente de que la sexualidad masculina tiene unas características distintas a la femenina), pero los hombres seguro que sí lo entienden (otra cosa es que no todos estarán dispuestos a aceptarlo). Cuando un hombre se acuesta con una mujer por primera vez (o por segunda, o por tercera... o por enésima vez) su principal preocupación no es, a pesar de lo que podamos pensar, disfrutar. No. Su principal preocupación es estar a la altura, no decepcionar a la persona con la que estás. No, no es una cuestión de machitos, de ser el gallo del gallinero, nada más lejos. Es una cuestión de confianza, de dar confianza a la otra persona, que se sienta a gusto y sí, que se sienta orgullosa. Veamos, desde que somos pequeños nos enseñan a que hay que cumplir (no me estoy refiriendo ahora al sexo, me estoy refiriendo a la vida en general). Nos enseñan a que tenemos que hacer lo que hay que hacer. Y en consecuencia, cuando estamos con una mujer lo que queremos, por encima de todo, es que esa mujer sea feliz, al menos, mientras está con nosotros (y sigo sin hablar sólo de sexo).

Pues como decía, cuando perdí la virginidad estaba nerviosísimo, aunque intentaba evitar que se notase, y aquella cosilla que durante toda la noche me crecía entre los pantalones, en el momento clave hizo cualquier cosa menos crecer. Por momentos parecía estar atravesando una especie de involución, como si se metiese para adentro, ¡horror! Oír la pregunta de la chica «¿es que no te pongo?», cuando sí que me ponía, como un animal, lo único que consiguió es hacer que me sintiese decepcionante, que es lo peor que una persona se puede sentir. Finalmente, aquello no fue una peli porno rodada en cuatro escenas, pero fue mejorando, gracias al cariño y afecto que aquella mujer me profirió. Sentirse comprendido, no sentirse juzgado, saber que que hay alguien a tu lado, no sólo me hizo introducirme en el sexo con cierta dignidad, no sólo despertó en mí un mundo que siempre había soñado, sino que creó un vínculo de respeto y aprecio infinito entre aquella chica y yo. Hoy ella mantiene una relación sentimental con otra persona, con la que convive y con la que construye un proyecto de futuro.

Pero a pesar de que la entrada en una vida sexual adulta supone un ejercicio de adaptación psicológica que no por concluído podemos olvidar, ese ejercicio de adaptación es mucho menor que el de adaptación al BDSM. ¿Por qué? Porque desde que somos críos tenemos ciertas nociones de qué es el sexo. Desde que somos críos sabemos perfectamente que algún día perderemos la virginidad y sabemos que tendremos una vida sexual más o menos plena, según los casos, los prejuicios, las creencias o las circunstancias particulares de cada uno. Pero nadie nos explica cómo vivir el BDSM. Nadie nos explica que es posible que un día deseemos que nos pongan el culo como un pandero, y nadie nos explica que si llegamos a tener ese deseo, algún día podremos realizarlo. Y nadie nos explica, por muy progresistas y abiertas que sean nuestras familias (y tengo la suerte de que la mía lo es), cómo tenemos que comportarnos cuando deseamos profundamente que nos pongan el culo como un pandero. Nadie nos enseña a afrontar nuestros sentimientos en el BDSM, y cuando al fin conocemos qué es el BDSM, cuando al fin aceptamos que ésa es la forma (o una de las formas, pues no es incompatible con otras) en la que queremos vivir la sexualidad, lo hacemos siendo adultos. Y eso quiere decir que lo hacemos sin los miedos pueriles que tenemos de críos, pero también con el bagaje de prejuicios que arrastramos desde críos, y con los miedos adultos, más complejos de asimilar que los infantiles (quizá únicamente porque los infantiles ya los superamos y estos otros no). Ya no tenemos miedo a tenerla pequeña, ahora tenemos miedo a traicionarnos a nosotros mismos, a dejar de ser quien somos y sobre todo, y ése es seguramente el miedo que más compartimos con los niños que fuimos, a no saber qué va a pasar, hacia dónde vamos.

Conciliar nuestra vida bedesemera puede ser muchas veces más difícil que conciliar nuestra vida sexual (entre otras cosas porque la sociedad, y con ello nosotros mismos, asume con naturalidad otras formas de sexualidad pero no el BDSM).

Por esto comparo las primeras vivencias sexuales con las primeras experiencias bedesemeras, porque en ambos casos hablamos de un paso, en ambos casos con sus respectivos ritos de paso, y en ambos casos con su marca en nuestros corazones, una marca imborrable.

Recuerdo también el día que aprendí a montar en bicicleta. Mi madre había intentado con todo su cariño enseñarme, aunque hay que decir que de forma infructuosa. En la casa de al lado, en aquel pueblo de ocho casas y unas veinte almas, veraneaba una família numerosísima cuyos abuelos eran originarios del lugar, pero vivían hacía mucho tiempo en la capital. Uno de aquellos críos era mi mejor amigo, y uno de sus hermanos mayores (bastante mayor que él) era un referente juvenil en mi vida, uno de esos chavales de 16 ó 17 años que los críos idealizan y admiran. Él cogió mi bici por detrás y me dijo «tú pedalea, que yo te agarro», y cuando quise darme cuenta estaba andando en bici yo solo, dejándolo varios metros atrás. Bien es cierto que la frenada fue complicada, y dar la vuelta en aquél camino que era la única entrada al pueblo no fue fácil, pero ya sabía andar en bici. Y sabía andar en bici porque tenía confianza plena en aquella persona, que hizo safarme de mis miedos y pedalear. Recuérdo perfectamente el orgullo que hinchó mi pecho, lo agradecido que quedé a aquel chaval y lo grande que me sentí entonces.

Eso es el BDSM. Poder poner el culo en pompa, o abrir las piernas ante la amenaza de recibir fustazos en los genitales, seguro de que pase lo que pase, no va a pasar nada que te haga mal, porque sabes que no puede pasar ningún mal, porque confías plenamente en ello. Poder dejar los prejuicios y los miedos a la puerta, perder el miedo a que te juzguen, perder el miedo a juzgarte tú mismo (y a condenarte, al menos yo tengo la tendencia a ser mi juez más implacable), poder cerrar los ojos y pedalear con fuerza, estrechar las manos de la otra persona, olvidar que la cosa que te cuelga entre las piernas tiene una tendencia casi enfermiza a enclaustrarse en cabidades de tu cuerpo que desconocías que tenías y que eran tan profundas. Saber que te puedes superar, y que el dolor de tus nalgas es quizá el último calmante que alivia el dolor de tu espíritu.

Y eso sólo es posible porque alguien te coge de la mano afectuosamente, y te hace dar tus primeros pasos. Brindemos por esas personas.

sábado, 11 de febrero de 2012

Tú, Buzz Lighyear, o el Brokeback Mountain estelar bedesemero:

En el desierto de Alabama, donde la NASA gravó aquel primer alunizaje de Armstrong, sentiste por vez primera la llamada de Woody.

Él, imponente, con sus botas altas, con su látigo. Aquel látigo con el que castigaba a placer tu cuerpo de plasticucio. Aquellas botas que lamías sobre el desierto lunar de Alabama. Aquellas espuelas con las que te marcaba cuando te cabalgaba.

Él, escupiendo su tabaco de mascar en tu boca, conviertiéndote en la putita del Saloon del desierto lunar de Alabama, maquillado como un Señor Potato travestido cualquiera, fulana de todo el Fart West de plástico, sumisa de Woody.

Tú, recibiendo en tu cuerpo la cera de lava de las velas volcánicas de Urano (Dakota del Norte), recibiendo los azotes de la fusta del cow boy en tus nalgas blancas, sintiendo tus pezones mordidos por las pinzas y las bridas del caballo entre tus dientes, tras tu máscara estelar.

Tú, Buzz Lighyear, que tanto tardaste en saber que no eras más que un juguete, sólo pudiste decirle una cosa justo antes de que te pusiera la mordaza: «Me haces llegar hasta el infintio y más allá».